El abuelo se afeita mientras escucha las últimas noticias de lejanos conflictos; su hija contempla en la terraza, al caer la tarde, las nubes arreboladas del crepúsculo; la adolescente de la familia edita los últimos selfis y vídeos del verano en la azotea con la playa de fondo y sus hermanos pequeños, ajenos aún al castigo del tiempo, juegan y juegan y vuelven a jugar. Empieza a hacer frío. En la terraza surgen y decaen conversaciones de los cuñados, palabras que vuelan y desaparecen como moscas perezosas. Un pellizco en el estómago señala que los días de vacaciones se terminan irremisiblemente, en una lenta condena de horas que empiezan a doler. En la mesa del salón, los papeles del periódico agitan al viento sus envejecidas noticias entintadas. Faltan por siempre las tías abuelas, que a esas alturas habrían dicho más de una vez sus frases del final del verano (“ya hay men...