El abuelo se afeita
mientras escucha las últimas noticias de lejanos conflictos; su hija contempla
en la terraza, al caer la tarde, las nubes arreboladas del crepúsculo; la
adolescente de la familia edita los últimos selfis y vídeos del verano en la
azotea con la playa de fondo y sus hermanos pequeños, ajenos aún al castigo del
tiempo, juegan y juegan y vuelven a jugar.
Empieza a hacer
frío. En la terraza surgen y decaen conversaciones de los cuñados, palabras que
vuelan y desaparecen como moscas perezosas. Un pellizco en el estómago señala
que los días de vacaciones se terminan irremisiblemente, en una lenta condena
de horas que empiezan a doler.
En la mesa del
salón, los papeles del periódico agitan al viento sus envejecidas noticias
entintadas.
Faltan por siempre
las tías abuelas, que a esas alturas habrían dicho más de una vez sus frases
del final del verano (“ya hay menos coches”, “la ropa no seca igual”...).
Las voces del
cercano hotel van acallándose. La oscuridad empieza a invadirlo todo. Hace
varias noches que no hay luna en el cielo.
Y entonces, en el
silencio, como de un pozo de serenidad que antes había pasado desapercibido,
surge el rumor del mar, el canto de las olas atlánticas, que viene y va como
respiración profunda, como latido acompasado del océano, ritmo de calma que el
corazón llena de paz, murmullo de palabras líquidas susurradas al poniente.
A lo lejos, las
aves nocturnas, sin ser vistas, trazan líneas invisibles que rubrican el final
del veraneo.
Y la vida pasa
entonces, como pasa esa tarde de playa, hermosa por ser la última, bella y
frágil como un tesoro digno de ser conservado, preciosa sarta de instantes,
fugaz y eterna cápsula de vida.
Dos días después
vendrá la trampa del reloj de madrugada, pero para entonces ya habremos tenido
tiempo de prepararnos para su sonido.
El murmullo del
mar, testigo de nuestros afanes, se llevará ahora hacia otros horizontes todo
lo allí vivido.
Y las olas habrán de acogernos de
nuevo el año próximo.
Así sea.
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