A Marisa M. T. -Cerrar podrá mis ojos la sombra en mi último día, pero no olvidará nunca mi memoria la bendita tarde en que tus ojos se me cruzaron por delante. Sí, este pobre profesor e investigador de las bibliotecas de Venecia, humilde ser ojeroso y húmedo, amante de los manuscritos, de las hojas de vitela que cuentan miles de historias de amores imposibles o contrariados de los que soy experto (los de Píramo y Tisbe, Abelardo y Eloísa, Calisto y Melibea, Romeo y Julieta...), aquel que nunca hubiera podido imaginar que el azar (o Dios o Cupido y sus flechas envenenadas) pudiera ponerle delante un ejemplar tan hermoso como tú... Este pobre medievalista y renacentista solitario y apergaminado de pronto descubrió tus ojos, tus labios, tu alto cuello, la curva de tus hombros, la de tus senos, la de tu talle... en aquella fiesta de máscaras de Carnaval que hace tanto tiempo ofreció a la ciudad el marqués de Mantua. Te vi... y fui feliz ya para...