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EL TOREO DEL TIEMPO (CUENTO)




 

     Cuando sonó el teléfono aquella fría madrugada de enero, el escritor se sobresaltó y pensó inmediatamente en su abuela. La pobre anciana, nublada su mente desde hacía años, veía pasar las horas todos los días desde el ventanal de su habitación de la residencia Tiempo Dorado, esperando la muerte (que estaba ya muy próxima para ella) sin saberlo. En realidad, había dejado de saberlo todo una década antes.

     Óscar se levantó precipitadamente y corrió con los pies desnudos en busca de su teléfono fijo, que -paradójicamente- es el más difícil de localizar cuando uno tiene prisa.

     Por culpa del sopor del sueño y la agitación del horrible timbre del teléfono, no recordó que había dejado en la entrada el carro de la compra cargado con los volúmenes del Cossío, que una profesora amiga le había regalado en el último expurgo de la biblioteca de su instituto.

     No pudo llegar al teléfono. El crujido de su rodilla fue terrible al chocar contra la enciclopedia del arte del toreo. La terrible tríada de rodilla (rotura del ligamento cruzado anterior, del menisco interno y del ligamento lateral interno) se le representó en forma de dolor insoportable. El grito posterior fue horrísono y despertó a medio bloque.

     Pero lo peor no había empezado aún.

     Aquella llamada provenía de España, del otro lado del océano Atlántico. Lo habían llamado para comunicarle que había sido agraciado con el mayor premio de novela en español: el Adelardo Liencres.

     Él, un humilde profesor de instituto en un extrarradio de Buenos Aires que se había ido contentando hasta entonces con satisfacer su vena literaria publicando cada fin de semana en su blog cualquier asunto que se le hubiese pasado por la cabeza en la semana saliente, de pronto se vio sometido a un protagonismo que no había llegado a imaginar cuando presentó su novela Hilos de luz en la umbría al premio Liencres.

     La promoción del libro (telemática a causa de la pandemia de la Covid y por la recuperación de su operación de rodilla) en todos los países de habla hispana, las persistentes llamadas de los periodistas, las convocatorias que empezó a recibir para participar en jurados de premios,  en reseñas de revistas literarias, en programas “culturales” de televisión o de Youtube..., todo aquel carnaval empezó a pesarle desde aquella mala hora en que alguien cogió el teléfono en Madrid para comunicarle que había ganado aquel maldito premio.

     Al presentar su manuscrito al concurso había querido conseguir la sustanciosa suma con que estaba dotado para poder dedicarse a tiempo completo a la pasión de su vida: la escritura. Sin embargo, paradójicamente, lo que había conseguido al ser el ganador de aquel premio, al que se habían presentado exactamente mil personas, era justo lo contrario. Y por eso envidiaba a las otras novecientas noventa y nueve.

     Su vida, durante el año posterior a aquella llamada, fue un ir y venir de una pantalla a otra, siempre con la pierna estirada, atento a cada pitidito del móvil, a cada timbre del teléfono fijo, al que no podía evitar mirar sin ira.

     Había entrado en una sequía creativa. La última entrada del blog aún marcaba el dato de los lectores que la habían leído hacía dos años: dos, es decir, su madre y su padre.

     Sin que apenas fuera consciente de ello, las llamadas de periodistas y literatos empezaron a escasear. Se sucedieron varias primaveras casi sin que él se diera cuenta.

     La recuperación de la rodilla no fue del todo buena. Ya antes del choque contra el Cossío su cuerpo tenía un considerable sobrepeso debido a la falta de ejercicio y a la sobrealimentación, que se hicieron más evidentes después de la cornada, así que la operación y la fisioterapia posterior no lograron una extraordinaria recuperación de su rodilla maltrecha.

     Empero, Óscar había dejado de hacer deporte hacía tanto tiempo que no podía recordar la última vez que movió sus huesos en un deporte reconocible como tal, por lo que no supuso gran trauma para él saber que el resto de su vida tendría que andar con un bastón.

     Volvió a sus clases, a sus entradas de blog de los viernes, a su bendita rutina de cerveza, queso y sol.

     El dinero del premio se lo gastó en un pisito pequeño en la playa, pero no fue mucho por allí. Terminó vendiéndolo.

     Y empezó de nuevo a ser feliz.

     Eso creo yo, Óscar.

     Me han llamado esta tarde de la residencia. He hablado con mi abuela. Parecía contenta.

    Casi me imagino las flores que ve.  

 

 

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