Una tarde de viernes otoñal, en que el cielo se iba llenando de nubes plomizas que eran antesala de un fin de semana lluvioso, augurado mediante procedimientos de última tecnología meses antes de aquellos momentos, doña Catalina de Mendigorrieta leía plácidamente en su sillón orejero el suplemento cultural de un conocido periódico de la ciudad. La fecha del cuadernillo era de varias semanas antes. Debido a una intensa actividad laboral y doméstica, últimamente no había tenido apenas tiempo para poderlo dedicar a la lectura, que era una de sus pasiones junto con el cine y el coleccionismo de viejas acciones de ferrocarril de empresas mineras ya fenecidas. Su marido, corredor de seguros, estaba en una de esas comidas de trabajo que se alargan hasta la extenuación. Sus dos hijos estaban en el cine, cada uno con sus respectivos amigos. Catalina era gran lectora, por lo que, de vez en cuando (menos veces de las que quisiera) leía en aquel suplemento las novedades editor...