La renuncia de la
seño Natalia podría referirse de muchas maneras:
Podríamos contar
primero el origen de su vocación de profesora de Inglés: las entrañables clases
de su maestra Carmen cuando ella era una niña; el gusto que sentía de pequeña por
el olor de los lápices, de los libros de texto y de los cuadernos nuevos cada
comienzo de curso; su insaciable curiosidad al estudiar las partes de la flor,
los reinos de taifas de Al-Ándalus, los prefijos de origen griego...
Podríamos hablar de
su afición por leer libros de todo tipo en inglés o en español, por escribir o
tocar el violín, del placer que sentía por dar clase a pesar de la epidemia de
mala educación reinante...
Podríamos narrar su
historia personal de superación: el hecho de haber enviudado tan joven con dos
niños pequeños; el llanto permanente por el vívido recuerdo de su marido, aquella
criatura de luz que la había enamorado desde los primeros instantes de su
historia de amor; la muerte de su padre; la demencia de su madre, a la que
visitaba todas las tardes en una residencia cercana a su casa, y, por último, su
propia enfermedad, que apenas le daba tregua.
Podríamos, quizás, relatar
las dificultades de su trabajo, precioso oficio minusvalorado por la alarmante pérdida
de autoridad de los docentes; desdeñado por la asfixiante burocracia, que
convertía a los profesores en evaluadores constantes que no podían dedicar un
mísero tiempo a la verdadera enseñanza; subestimado por la intromisión permanente,
en su libertad de enseñanza, de los padres, de los alumnos y de todo el mundo...
Podríamos, por
último, mencionar algunas historias personales de personajes secundarios: la de
aquel primer maestro suyo que le pegaba en la palma de las manos cuando se
equivocaba en el cuaderno; la de aquel alumno alcoholizado que se llevaba a
clase un cartón de vino para beber cuando creía que no lo veían; la de aquel
otro chaval de su tutoría, martirizado por antiguos compañeros de otro centro,
que había intentado suicidarse y que no volvió a aparecer más por el instituto después
de una lejana Navidad; la de aquella vieja alumna, ahora pianista afamada, con
la que una vez al año quedaba para conocer sus andanzas por el mundo...
Pero todas estas
formas de contar su historia quedan eclipsadas por el relato del hecho que
provocó su renuncia:
Natalia estaba
aquel viernes de guardia en el patio de recreo del instituto. Vio a una alumna de
tercero de ESO con la mascarilla bajada y le llamó la atención. La joven, que
no era alumna suya, le respondió de mala manera. Dijo algo parecido a “Hoy ya
me están tocando mucho los cojones”. La profesora le respondió que ya podía colocarse
bien la mascarilla si no quería recibir un parte e ir al despacho de la jefa de
estudios. La niña la miró desafiante y le gritó “¡Vete al carajo, tía!”.
La seño recibió aquellas
palabras al principio casi sin inmutarse, como si se las hubiesen dicho a otra
persona. Lo que no esperaba es que, inmediatamente después de ellas, viniese
una bofetada.
Visto desde arriba,
a la altura de un dron, solo sería un movimiento casi ensayado, un gesto más de
los trillones que acaecen cada jornada.
Pero para Natalia
aquello fue la gota que colmaba el vaso.
Había iniciado su
vida en el colegio recibiendo los palmetazos con la regla de madera de aquel
horrible primer maestro suyo y ahora una niña, que podría ser su hija, la
abofeteaba como a un pelele, en un gesto de violencia aprendido, casi innato,
salvaje, humillante.
Se angustió al pensar que toda su
vida había estado enmarcada entre aquellas dos historias de violencia y que
ahora ella sería el hazmerreír de los alumnos del centro, la víctima de la que
poderse carcajear durante meses en sus mentideros presenciales o virtuales.
Cuando se le
secaron las lágrimas, que fueron muchas, al final de ese día, decidió renunciar
a su trabajo. Empezó a escribir una carta dirigida al director de su instituto
en la que explicaba de una manera fría, en un estilo administrativo, el porqué
de su decisión.
Tuvo un fin de
semana entero para repasar el escrito y el jueves, a las ocho de la mañana,
estaba en el despacho del director.
Él fue muy cercano.
Le habló de su propia historia personal, muy parecida a la de ella. También él había
recibido palmetazos en la mano de su primer maestro.
Le dio esperanza.
La ayudó. La escuchó. Secó sus lágrimas. Le dijo que educar es el trabajo más bonito
del mundo y que, salvando los problemas, debía mantener la calma y pensar en
todos los buenos momentos que había tenido e iba a tener.
“Esa niña ya no te
va a pegar más, porque la hemos expulsado del centro, así que sigue con tu vida, que es magnífica, Natalia”.
Se despidieron con
un abrazo. Sonó el timbre de segunda hora. Ella, que había pensado todo aquel
fin de semana en salir de allí a aquella hora para no volver más, se encaminó
con pasos temblorosos a la clase de primero de ESO E.
Al entrar, se echó a llorar, pero esta vez de alegría. Los chicos sabían que era su
último día porque se jubilaba y, también, que era su cumpleaños, por lo que le habían
organizado una fiesta.
Se sintió feliz,
como un personaje de un cuadro de
Norman Rockwell,
como una niña con zapatos nuevos,
jubilosa,
al fin.
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