Una tarde de viernes
otoñal, en que el cielo se iba llenando de nubes plomizas que eran antesala de
un fin de semana lluvioso, augurado mediante procedimientos de última
tecnología meses antes de aquellos momentos, doña Catalina de Mendigorrieta
leía plácidamente en su sillón orejero el suplemento cultural de un conocido
periódico de la ciudad.
La fecha del cuadernillo
era de varias semanas antes. Debido a una intensa actividad laboral y
doméstica, últimamente no había tenido apenas tiempo para poderlo dedicar a la
lectura, que era una de sus pasiones junto con el cine y el coleccionismo de
viejas acciones de ferrocarril de empresas mineras ya fenecidas.
Su marido, corredor de
seguros, estaba en una de esas comidas de trabajo que se alargan hasta la
extenuación. Sus dos hijos estaban en el cine, cada uno con sus respectivos
amigos.
Catalina era gran
lectora, por lo que, de vez en cuando (menos veces de las que quisiera) leía en
aquel suplemento las novedades editoriales para estar a la última en las
publicaciones literarias que iban engrosando el prestigio del idioma y la
cultura hispanas.
Como lectora tenía
preferencia, aunque leía de todo, por los libros clásicos. No les tenía ningún
miedo, pues desde pequeña se había acostumbrado a meterse entre pecho y espalda
extensos libracos de la vieja biblioteca de su abuela materna, de origen inglés
(la abuela, no la biblioteca).
Entre sus compañeros de
trabajo, sobre todo entre los más jóvenes, pasaba ella por ser intelectual o,
mejor, “demasiado” intelectual, ya que, por desgracia, dedicarse a leer y a
pensar no está bien visto en muchos ambientes (sobre todo si ese leer y ese pensar se
acompañaban posteriormente de palabras, construcciones sintácticas o ideas
–metidas en las conversaciones con los compañeros– más propias de un nivel
universitario que del hablar de la calle, vulgar y plano, que era el de la
mayoría).
Pero a ella le daba
igual. Su trabajo de informática de una empresa le permitía en ocasiones tener
algún que otro rato libre por la tarde en el que poder dedicarse a su pasión
por leer.
Aquella tarde estaba
leyendo –decíamos antes– el suplemento cultural atrasado cuando, de repente,
sus ojos se posaron en una reseña de la última edición de Los ensayos de
Michel de Montaigne a cargo de Adelardo Florispernil (editorial El Candil,
Madrid 2020).
El autor de la reseña del
suplemento periodístico, don Pedro Mesala (conocido profesor universitario
madrileño especialista en el género ensayístico), elogiaba la edición de
Florispernil, señalando sus virtudes filológicas.
Catalina, días más tarde,
fue a su librería habitual y compró un ejemplar de dicha edición. Le dijo al
dependiente que se lo envolviera para regalo, aunque en realidad (eso no se lo
dijo) era para ella únicamente.
Al llegar a casa,
desenvolvió el libro y le buscó un sitio de honor entre los volúmenes de su
selecta biblioteca, con idea de ir degustando sus lecciones poco a poco, un
ratito cada día, igual que se bebe con placer un viejo vino madurado en barrica
de roble.
Sin embargo, a pesar de
sus optimistas deseos, Catalina se estrelló contra aquel ladrillo.
A las farragosas glosas
de Florispernil en sus 23549 notas al texto de Montaigne, que ella –como era su
costumbre– se empeñó en leer forzando la vista si fuere necesario, se añadía la
dificultad de la compleja sintaxis del escritor galo, así como la de los
asuntos de sus meditaciones, tan alejados de la vida contemporánea: la ira, la
inconstancia de nuestras acciones, la defensa de Séneca y de Plutarco o los
medios que Julio César usaba para hacer la guerra.
Lo intentó con denuedo,
Dios lo sabe. Sin embargo, una tarde en que sus hijos se peleaban entre ellos
como era costumbre, su marido volvía sin volver de una comida de empresa y se
le quemaba el cocido en la olla, Catalina, que se devanaba los sesos tratando
de sacar algo en claro de la “Apología de Ramón Sibiuda” (capítulo duodécimo
del libro segundo), decidió mandar Los ensayos al fondo del cubo de la
basura, convencida de que o Montaigne no era para ella o no lo era ni siquiera
para los nuevos lectores de este tiempo, acogotados por los “maquinillos” con
pantalla, las redes asociales y la premura alienante, que impedían la serena y
reposada lectura de los textos de los tiempos antiguos.
Harta de haber gastado
sus horas en aquel libro sin provecho, pocos días después encontró en el mismo
suplemento de crítica literaria una reseña interesante de un libro sobre mindfulness
(disciplina a la que últimamente se quería aplicar en sus escasas horas de
asueto) y decidió comprarlo en su librería de guardia, que tenía una extensa
sección de autoayuda.
El libro reseñado, en
realidad, más bien explicaba qué es lo que no es el mainfulnés
(traducido como “atención plena”). Su autora, Rigoberta Cataplanas de Malaspina,
decía lo siguiente en el capítulo duodécimo de Sobre la meditación en estos
tiempos estresados y las ventajas de una vida sencilla, paciente y compasiva:
«(...)
Desde luego, las ventajas de la meditación, la contemplación, el
silenciamiento, el mindfulness (o como queramos llamar a esta
antiquísima disciplina) son inequívocas siempre que sigamos los pasos que hemos
venido señalando a lo largo de este libro, especialmente en el capítulo noveno
(titulado “Relájate, chacho”).
»Ahora
queremos detenernos en algunos casos desastrados en los que, por no haber
seguido las advertencias que hemos ido espigando a lo largo de estas páginas,
no solo el sujeto no ha encontrado la serenidad, sino que además ha llegado a
extremos en los que ha perdido del todo la paz, con lo que su salud se ha visto
enteramente quebrantada.
»Conozco,
por ejemplo, el caso de un profesor de secundaria, amigo de la familia, que se
encuentra habitualmente en la siguiente tesitura: al final del recreo, sale de
la sala de profesores esquivando niños corredores por pasillos y escaleras,
atemorizado por los gritos que estos profieren.
»Una
luz guía su corazón entre el bullicio, un mantra que, cada tarde, en la
tranquilidad de su hogar, fabrica con esmero para el día siguiente, algo del
tipo “Soy luz nada más”, “Todo está bien aquí”, “El Señor viene”...
»Va recitando el mantra
entre el bullicio. Cuantas más escaleras sube, el jaleo del instituto va
aumentando.
»Sale del último escalón
con un golpe de tacón que lo fija en su sitio, emboca el pasillo superior con,
por ejemplo, “Soy luz, soy luz nada más” y, en cuanto llega a la clase
correspondiente, la zapatiesta que tienen montados sus alumnos le hace olvidar
el mantra, perder la calma y gritar con las venas del cuello hinchadas a voz en
grito “¡Niñoooooos!”. Ellos, que ya lo conocen, gritan inmediatamente con él su
frase típica para esos casos: “¡Cagontoloquesemenea!”.
»Es este un ejemplo de
que, a pesar de las bondades del mantra o la contemplación, si las
circunstancias son adversas no hay forma humana de evitar que no nos
solivianten.
»Me contó mi marido
también el caso de un conocido suyo, amante de la meditación, de los libros de
filosofía y de los rompecabezas, que se obsesiona tanto con la correcta forma
de meditar que finalmente no puede dedicarse a ello en condiciones dignas, a
pesar de que lo intenta diariamente: antes de hacerlo, tiene que seguir
escrupulosamente un ritual fijo y monacal (beber tres sorbos de agua antes,
poner una alarma de 28,5 minutos, hacer diez genuflexiones y el pino puente,
sonarse los mocos...).
»También se obsesiona por
meditar siempre en el mismo sitio (hasta tiene medido el punto exacto de GPS) y
por evitar cualquier ruido de la casa o de la calle.
»Tan obseso de hacerlo
bien es que llega hasta el punto de olvidar que el objetivo de la meditación es
buscar la simplicidad y evitar una vida excesivamente complicada.
»Como tiene este hombre
la mente tan compleja, se dedica a leer y releer continuamente libros de
filosofía, de autoayuda y de meditación que no hacen más que confundirlo y
sumar más elementos a su ritual diario.
»Son estos casos de los
que hemos hablado ejemplos vivos de lo que no debe ser la meditación.
»En la asociación que
presido buscamos propagar el elogio de la vida sencilla.
»En el desierto del alma
es donde encontramos realmente la paz, y no en el constante ruido que nos
atosiga.
»La luz de las horas
hemos de atraparla en el fondo de nuestros ojos, hilando momentos de plenitud y
brillo en medio de las umbrías del alma.
»Nuestros espíritus deben
ser como el desierto, vacíos, huecos, silenciosos, a la espera de ser llenados
con lo mejor que esperamos para nuestras vidas».
Mientras leía aquellas horrorosas
líneas escritas en desafortunada hora, Catalina tuvo el pálpito de que debía
rescatar del fondo de la basura la edición de Los ensayos de Miguel de
la Montaña. Y así lo hizo.
Después de limpiarlo de
las mondas de patatas del cocido y de restos pringosos de la cena fiambre de la
noche anterior, empezó de nuevo a leer el libro, pero esta vez deteniéndose en
las notas a pie de página.
Ese día algo cambió en ella,
en su forma de leer. Descubrió que, tan importantes como los detalles
fundamentales de la trama de las narraciones y de los ensayos, también lo son
las notas marginales que, como hojas caídas del árbol y barridas por el viento
del tiempo, dejan a veces en el lector un poso incluso más hondo que el de las voluminosas
partes del texto que ellas glosan, las dedicadas a las grandes batallas o a los
grandes dictadores de la historia.
Ella, que siempre las
había ido ignorando para centrarse en el cuerpo del texto central, descubrió,
entre la podredumbre de aquellos restos de comida, que vivir (leer) es anotar
en los márgenes de la memoria los hechos insustanciales e inútiles que contemplamos
cada día.
Lejos de epifanías e
iluminaciones, la vida es más bien un conjunto de notas al pie (la cervecita de
los viernes, tan ardorosamente esperada; la imagen de belleza de un atardecer o
de una amanecida; las formas suaves de una mujer guapa...), esas notas a las
que muchas veces no atendemos por ser perseguidores sin límites de nuestros grandes
ensueños, de nuestras grandes falsedades que tanta angustia nos generan.
Catalina aprendió, del
episodio del rescate del fondo de la basura de aquel hilo de palabras cosidas, a
degustar las notas al pie, como quien aprende a degustar la manzanilla de forma
demorada, a pequeños sorbitos de placer.
Ella, que había sido una
lectora compulsiva solo atenta a las tramas de las novelas y que había odiado a
muerte los libros con notas y los nombres latinos de estas (esos terribles confer,
ibidem; esas terribles n. del a.; n. del e.; n. del t.,
etcétera), especialmente si las notas las colocaban los autores al final de los
libros como una especie de condena definitiva para el lector, empezó a subrayar
las notas a pie de página, a buscar relaciones entre ellas, a enhebrarlas, a
extraer referencias de futuras lecturas de ellas.
Y descubrió que, de aquel
arsenal de anotaciones (citas de citas de citas, porque escribir es siempre
citar, aunque sea sin saberlo, a otros que somos nosotros mismos), podía extraer
grandes tesoros inútiles y, por tanto, imprescindibles1.
Aprendió a leer la vida (y
a vivir la lectura) por fin2.
______________________
1 En 1513 el humanista Nicolás
Maquiavelo escribe una carta a Francisco Vettori, embajador de la República de
Florencia en la corte del papa León X, en la que le describe así su encuentro
diario con la lectura:
Cuando llega la noche,
regreso a casa y entro en mi escritorio, y en el umbral me quito la ropa
cotidiana, llena de fango y de mugre, me visto paños reales y curiales, y
apropiadamente revestido entro en las antiguas cortes de los antiguos hombres
donde, recibido por ellos amorosamente, me nutro de ese alimento que solo es el
mío, y que yo nací para él: donde no me avergüenzo de hablar con ellos y
preguntarles por la razón de sus acciones, y ellos por su humanidad me
responden; y no siento por cuatro horas de tiempo molestia alguna, olvido todo
afán, no temo a la pobreza, no me asusta la muerte: todo me transfiero a ellos.
2 El 31 de mayo de 1468 el cardenal
Bessarion dona su importante biblioteca (de 482 volúmenes griegos y 264 latinos)
a la ciudad de Venecia. En la carta que acompaña el legado, dirigida al dux
Cristoforo Moro, escribe este maravilloso elogio de los libros:
Los libros contienen
las palabras de los sabios, los ejemplos de los antiguos, las costumbres, las
leyes y la religión. Viven, discurren, hablan con nosotros, nos enseñan,
aleccionan y consuelan, hacen que nos sean presentes, poniéndonoslas ante los
ojos, cosas remotísimas de nuestra memoria. Tan grande es su dignidad, su
majestad y en definitiva su santidad, que si no existieran los libros, seríamos
todos rudos e ignorantes, sin ningún recuerdo del pasado, sin ningún ejemplo.
No tendríamos ningún conocimiento de las cosas humanas y divinas; la misma urna
que acoge los cuerpos, cancelaría también la memoria de los hombres3.
3 Citado por el profesor Nuccio Ordine
en su conferencia Medio pan y un libro. La importancia de lo inútil (Sevilla,
1 de diciembre de 2021).
4 ¿Alguien se acuerda ya de Catalina
de Mendigorrieta?
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