...Y mi oído era el más agudo de todos. Oía todo lo que puede oírse en la tierra y en el cielo. Muchas cosas oí en el infierno...
Edgar Allan Poe, El corazón delator, 1843.
Las horas caen lentas cuando uno no puede dormir. Son lentos los minutos, hasta los segundos.
A veces me incorporo en mi lecho porque me asfixia la incertidumbre, la angustia. Siento como si el techo bajase lenta e inexorablemente sobre mi pecho agitado, sobre mi cabeza ardiente, sobre mis piernas que no dejan de moverse y de dar vueltas en el lecho donde yago.
Esto me sucede sobre todo los fines de semana en que mi hijo sale con sus amigos. No paro de moverme agitado y de pensar una y otra vez en que le está pasando en ese mismo instante algo terrible. Hay muchos dragones en la noche.
Sé que hago todo lo posible por cuidarlo, por protegerlo: «¿Llevas la mascarilla de repuesto? ¿No vendrás tarde? Cena bien...».
Reconozco que soy muy pesado, pero únicamente todo lo incordioso que puede ser un padre helicóptero (así nos llaman algunos), y he de serlo porque la vida cada vez está más complicada. Oye uno cada cosa y ha vivido tanto ya...
Él me aguanta con paciencia, aunque algunas veces se le escapa algún reproche. Demasiado aguanta el pobrecito mío...
De día atiendo a mi trabajo, el de dependiente en una frecuentada óptica del centro de la ciudad, en el que me queda ya muy poco tiempo para poder jubilarme. Por las mañanas no tengo mucho tiempo para pensar en estas cosas, pero de noche...
De noche todas las visiones del infierno acuden a mi mente calenturienta y veo cosas que no debería ni siquiera mencionar...
De noche, en la alta hora de la madrugada, veo pasar horas de profundo pozo en que mi alma se abisma en angustias de minutos desguarnecidos, de elásticas bobinas de hilo de pensamientos que lo ametrallan a uno en el estómago con furia...
A veces puede que llegue a dormir varias horas seguidas, pero en otras ocasiones la noche se estira en una eternidad sin límites llena de monstruos de silencio y de misterio.
Entonces soy capaz de pensar conscientemente como si fuese el mediodía, pero atado a la cadena de la almohada, a pensamientos lúgubres, mortecinos, ansiosos.
Hace unos días, un viernes, llegaron a la óptica dos niños de papá que empezaron a probarse gafas y a reírse de mi compañera y de mí. Sentí una gran impotencia porque no pudimos hacer nada: política de la empresa. Esa noche apenas logré conciliar el sueño. Sus caras de burla se me representaban una y otra vez en lo oscuridad del cuarto.
A veces, incluso en mitad de la semana, cualquier día, los clientes del bar de debajo de mi casa, eufóricos y sempiternos futboleros, apuran entre semana sus tragos y sus risotadas más allá de la medianoche mientras mis pobres huesos intentan buscar la quietud.
Pero lo peor para mí son los ruidos del bloque. Vivo en una casa antigua en la que todo crepita. El edificio parece cobrar de vida de noche y llenarse de crujidos que enlazo a veces con mis pensamientos.
Cuando caigo dormido al fin, el reposo es muy ligero, atento en cualquier momento al sonido de llaves que anuncia la llegada de mi hijo.
En los últimos tiempos me da por pensar angustiado que él se asoma a la puerta de mi cuarto con una linterna, obsesionado por contemplar mi ojo desfigurado, que de día oculto con un parche negro.
Me da por pensar que no es tan bueno como yo creo que es. Por eso duermo con una navaja bajo la almohada.
Toda esta historia que he venido contando era mi sueño, pero ahora he oído ruido en mi puerta y me he desvelado. Me he incorporado agitado. Sé que está ahí, escucho el hilo de su respiración en lo profundo del negror de la noche. Creo que lleva la linterna.
De pronto, una delgada línea de luz toca mi ojo celeste, velado por una tela.
-¿Quién está ahí?
Un grito horrible de dragón sobresalta mi pobre corazón delator. Alguien entra en la habitación, quizás para matarme bajo la luz de una linterna. Me acuerdo de la navaja.
Después de todo, puede que, al final, el monstruo sea yo.
Comentarios