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PALABRAS PARA TIEMPOS DE CAOS

Un hombre ciego en una casa hueca

fatiga ciertos limitados rumbos

y toca las paredes que se alargan

y el cristal de las puertas interiores

y los ásperos lomos de los libros

vedados a su amor y la apagada

platería que fue de los mayores

y los grifos del agua y las molduras

y unas vagas monedas y la llave.

Está solo y no hay nadie en el espejo.

Ir y venir. La mano roza el borde

del primer anaquel. Sin proponérselo,

se ha tendido en la cama solitaria

y siente que los actos que ejecuta

interminablemente en su crepúsculo

obedecen a un juego que no entiende

y que dirige un dios indescifrable.

En voz alta repite y cadenciosa

fragmentos de los clásicos y ensaya

variaciones de verbos y de epítetos

y bien o mal escribe este poema.

 

“Un sábado” (1976), poema de Jorge Luis Borges.

 

A una pobre viejecita ucraniana

 


 

 

       “Guerra” es la palabra que se nos viene a la cabeza cuando vemos esta fotografía, que, a pesar del drama que se deduce de ella, nos transmite al mismo tiempo una misteriosa sensación de calma. Por esa mezcla de emociones contrarias que infunde, es, quizás, una de mis imágenes favoritas.

       Está tomada en Kensington, ciudad muy cercana a Londres, en el otoño de 1940, después de que un intenso bombardeo aéreo alemán castigase el edificio Holland House.

       A pesar de que la mansión había quedado prácticamente en ruinas, unos ciudadanos acudieron a ella para curiosear con los libros de la biblioteca, los restos de cuya cubierta yacen esparcidos por el suelo.

       Casi puedo ver los libros que (h)ojean, los nombres de sus autores en los lomos de aquellos ejemplares salvados como de milagro del fuego: Homero, Cervantes, Shakespeare, Molière, Montaigne, Duns Escoto, Ockham...

       Casi puedo imaginar los pensamientos de los tres lectores, marcados por la terrible tragedia de la Segunda Guerra Mundial, que apenas les impiden darse cuenta de lo que hacen.

       Casi puedo ver los rostros de sus mujeres, de sus hijos, los trágicos titulares del periódico que les espera ese día en casa, la cena de esa noche, las paredes que se alargan y el cristal de las puertas interiores y los ásperos lomos de los libros vedados a su amor y la apagada platería que fue de los mayores y los grifos del agua y las molduras y unas vagas monedas y la llave, y un espejo que refleja su angustia de hombres solos.

       Casas distintas, situaciones distintas..., pero un factor común a todos ellos: el placer de la lectura en medio del fragor de las batallas.

       Lo que más me gusta de esta imagen es la actitud que se desprende de estos tres hombres. Están allí pero se comportan como si no lo estuvieran, cada uno aislado en su mundo interior pero a la vez conectado por un poderoso hilo con los otros.

       Pisan un terreno inestable, los trozos de vigas del techo penden de un hilo sobre sus cabezas, pero allí están, imperturbables, calmados, atentos a aquellas palabras de siglos atrás enhebradas, encuadernadas y dispuestas por decenas de manos antiguas en aquellos anaqueles milagrosamente intactos.

       Esta fotografía fue ampliamente difundida en el Reino Unido en aquella época y se convirtió en un emblema propagandístico, en un símbolo de resistencia frente a la adversidad.

       En ocasiones pienso que escribir (o leer) es mantener una llama, la de los instantes que merecen ser conservados a pesar de la ruina del tiempo, de la pandemia de la idiotez o de las bombas que nos tiran los fanfarrones.

       Escribir (y leer) es buscar hilos de palabras que nos calmen, engarzar historias dignas de ser contadas, ideas deslumbrantes que nos hagan más fuertes y mejores.

       A veces he visitado librerías de segunda mano, que para mí son las más interesantes. En ellas no hay que ir con ninguna lista de libros apuntados, sino que tenemos que dejarnos llevar por los renglones de títulos que vayamos leyendo en sus estanterías.

Quizás lo mejor de esas incursiones en territorio amigo es la conversación con el librero, o el encuentro fortuito con otro amante de las palabras hiladas. Al fin y al cabo, la vida es una cuestión de palabras.

       Y la verdad es que ni las palabras (ni tampoco las imágenes) se las lleva el viento. Quedan en el corazón.

       Quizás lo que más me guste de esta imagen es que lo que más sorprende de ella no es la violencia de la guerra, el efecto de la bomba, la crueldad del líder que manda a soldados impíos a matar sin ver al matado, porque -por desgracia- lo propio de nuestra condición humana es la lucha, la batalla, la sangre...

   Lo que más me gusta es que estos tres hombres miran a lo más extraño de todo, a los restos de toda aquella barbarie: a los libros, al fruto de las mentes de quienes ofrecen al aire lo más puro de su alma. Porque los lectores (y también los escritores) somos seres raros, extraños, confundidos en este mundo ajeno a las más elementales normas de humanidad.

 

 


  

       Bien o mal, queda escrito esto con “amor”.   

Salud, hermanos.                                                         

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