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TEORÍA SOBRE SEVILLA


 


Fotografía de Charles Alberty López, Loty

(Fondos del Museo de Artes y Costumbres Populares de Sevilla)

 

Para un andaluz, la felicidad aguarda siempre tras de un arco.  

Luis Cernuda, Ocnos (1942). 

 

     Sevilla es una ciudad peligrosa y terrible.

     Sus peligros pueden estar a la vuelta de cada esquina: en la caída de las ramas de un magnolio al lado de la fuente de la calle Judería; en la vista del río hacia el sur desde el puente de Triana; en los juegos de luces y sombras en las ramas y hojas de los árboles del parque de María Luisa; en la luz de amanecida que cada mañana recorre las aceras de la antigua calle Oriente; en la caída del sol cada tarde tras el balcón del Aljarafe...

     Sus peligros están en su luminosidad, en su cálida belleza de ciudad meridional, en la alegría de sus gentes que, a pesar de la urgencia del trabajo cotidiano, aún cultivan el arte antiguo de tardear con la cervecita fría en la mano en las barmacias de guardia, en un rito entre pagano y religioso, acompañado estos días previos a la Santa Semana de las visitas a los templos, envueltos en nubes de incienso siempre embriagador.

     Decir “primavera en Sevilla” es decir también “Primavera es Sevilla”: son dos caras de la misma moneda. No hay ciudad como esta que viva la Cuaresma con tanta intensidad, con tanta expectación, como la de los niños que corretean por la rampa de la iglesia del Salvador, jugando a perseguir a Dios montado en una humilde borriquita.

Las vísperas siempre ilusionan y todo sevillano guarda un pregón en un bolsillo.

     Y es una ciudad terrible también: Sevilla es terrible, señores. Aquí se critica todo. Con o sin motivo, todo el mundo está expuesto a pasar por el tribunal inquisitorial de la crítica más acerada, ahora mucho más incisiva por causa de la tecnología digital: la vestidora de tal virgen, el autor de aquella marcha procesional, el perpetrador de ese horrible cartel..., ¡pobrecitos míos!

     Pero luego hay una ciudad oculta, una Sevilla que, bajo capas más profundas alejadas de su peligroso brillo y de su incisiva terribilità, conmueve al visitante y al propio sevillano, ombliguista por naturaleza, aunque esté cansado de ver,  por las mismas calles de siempre, esa ciudad interior, bordada por siglos de depuración y finura.

     Hablo de la Sevilla más íntima, la del silencio de sus conventos e iglesias, la de las callejas estrechas, la de las portadas de los viejos palacios... Sevilla, la ciudad de las mil caras, alegre y bulliciosa en sus vías comerciales, se convierte de pronto, nada más atravesar un pequeño arco o dar la vuelta a la esquina de un pasaje, en otro mundo más antiguo, más auténtico, en el que el tiempo no es una carga pesada y aún puede uno pararse a contemplar la belleza. Sevilla conoce bien la liturgia del paseo.

     Hay calles de Sevilla por las que el tiempo no pasa. Se diría más bien que, en ellas, el tiempo ha enlentecido su transcurso, como temeroso de romper el silencio de aquellas aceras, la luz filtrada entre paredes que casi se tocan, la sombra de las nubes que vuelan arriba a lo lejos, veloces, apenas cendales de algodón que se van para siempre volver...

 

Fotografía de Charles Alberty López, Loty

(Fondos del Museo de Artes y Costumbres Populares de Sevilla)

 

     Si hay dos momentos en el año en que más cercanas están la Sevilla íntima y la bulliciosa, sin duda son los de la celebración de la Semana Santa y la Feria.

     El sevillano es, por definición, un buscador de belleza. Se mueve ahora, en esta época del año, por la emoción de ver pasar una cofradía de silencio o por la de conversar sin prisa alguna en la trastienda de una caseta, en esos ratos de iluminación que produce la combinación perfecta del saber estar y la elegancia.

     Ese mismo sevillano podrá moverse también tras de un paso bullanguero o echarse al centro del coro de cantaores de la caseta para bailar sevillanas prendado de los ojos hermosos de una bella mujer.

     Y disfrutará de ambas sensaciones: la de formar parte de un coro festero amante de la bulla y la de sentirse parte de un hilo de silencio y armonía, enhebrado por los siglos y renovado cada año. El sevillano no cumple años, cumple primaveras.

     He pretendido alguna vez abocetar una novela sevillana, pero he terminado desistiendo: he llegado a la conclusión de que Sevilla en una narración extensa no podría ser solo un mero telón de fondo, un lugar común hecho de escenas de cliché de las que se venden a los turistas. Y tampoco creo que pudiera ser Sevilla la dueña y señora del libro, el tema central de una novela, porque la omnipresencia de la ciudad haría que los personajes, las acciones y las descripciones quedasen minimizadas, reducidas a la mínima expresión, eclipsadas por la fuerza imponente de la ciudad.

     Pero Sevilla es ya en sí misma una novela, la que tiene lugar cada día en sus calles, azoteas, ventanas, iglesias, conventos... Pretender fijar por escrito todo ese ir y venir de almas es ciertamente muy difícil, y no creo que se haya logrado todavía. Por eso, ser escritor aquí es casi una maldición.

     Sevilla, en definitiva, es una ciudad peligrosa y terrible, hecha para perderse y también para perder aquí cualquier teoría que previamente se haya establecido de ella.

     En definitiva, esta ciudad es un relicario de belleza, y estos días más que en otro momento del año. El sevillano local o extranjero (porque hay sevillanos que nacemos donde nos da la gana) andará buscando siempre en primavera escaleras para tocar con las manos la carnalidad y el éxtasis, la sensualidad y lo sublime, el arte, el arte, el arte...

     Y la maravilla...



Fotografía de Charles Alberty López, Loty

(Fondos del Museo de Artes y Costumbres Populares de Sevilla)

 

 

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