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EL CALLEJÓN SIN SALIDA DE LA EDUCACIÓN



A mi compañero y amigo Paul Pongitore


Soy profesor de enseñanza secundaria desde el año 1998. Empecé entonces como interino y dos años después me convertí en funcionario de carrera docente. He paseado mis libros por bastantes institutos de Andalucía. Creo que estos son avales de cierta experiencia en el terreno educativo para poder hablar de él.

Como muchos de mis compañeros, he ido observando el paulatino deterioro de las condiciones de trabajo de los profesores en los centros educativos.

Podría hablar largo y tendido de las exigencias cada vez más estresantes de una legislación educativa de lenguaje críptico fruto del buenismo más adocenado (cuyo último invento es el asunto de los criterios de evaluación); de la actitud de rechazo de parte de la sociedad a la labor y la autoridad de los profesores; quizás también podría hablar por extenso de nuestro intenso y pírrico esfuerzo, tan poco valorado por parte de la sociedad, que insiste en criticarnos por nuestras largas vacaciones sin saber el esfuerzo que nos cuesta llegar con salud a ellas, sin tener en cuenta que el resto del año nuestra labor es de las más esforzadas que existen…

Podría hablar de todo eso, pero hoy voy a hablar solo de disciplina o (mejor) de la indisciplina que sufrimos cada día.

Si hay un detalle que venimos observando los docentes en los alumnos de las últimas décadas es la falta de atención generalizada en clase. La falta de interés de muchos alumnos les lleva a la relajación en la manera de sentarse en clase, en la manera de estar…

Muchos, incluso sin ser conscientes de ello, se relajan tanto en las clases (hablando, bebiendo, usando sus móviles, hasta comiendo incluso en medio de las explicaciones…) que nuestra tarea diaria se ve sometida a una intranquilidad permanente: “Fulano, cállese”, “Mengana, tire el chicle”, “Zutano, no se levante sin permiso”… son frases que repetimos una y otra vez con escaso éxito porque el mar de ruido nos termina ahogando también a nosotros.

En pocas décadas se ha pasado en este país de un respeto casi sagrado a la figura del profesor a una situación casi límite en la que nuestra autoridad queda empequeñecida hasta casi el ridículo, reducida a la mínima expresión para muchos. De don José a Pepito... Y así nos va.

Esto se ve en los pasillos de los centros: te empujan como si fueses uno más del rebaño, incluso te fuerzan a andar más rápido. Y en cuanto a dejar al profesor un respetuoso espacio, dicho detalle pasó al recuerdo de los tiempos antiguos que (como es sabido) siempre fueron espantosos.

Hace tiempo que dejamos de ser una referencia. Ya somos todos iguales y (lo peor) los docentes vamos camino de ser menos.

    Por supuesto, hay familias que educan con mucho esfuerzo a sus hijos, los cuales no dan problema alguno. El problema está en el ruido que generan las que no saben, no quieren o no pueden conducir (eso precisamente significa "educar") correctamente a sus vástagos por el camino recto.

    Ha llegado la hora de que la sociedad, que por fin está viendo el alcance profundo de este problema, se conciencie de que hay que luchar por conseguir un verdadero cambio educativo. 

    Una sociedad que le quita importancia a la autoridad, a la importancia del saber estar, a la urbanidad, al civismo (palabras que se refieren a la manera de comportarse en civilización, en la ciudad, en la urbe) es una sociedad condenada a morir del cáncer de la violencia, de la impaciencia, del racismo, de la intolerancia.

    Mientras escribo estas líneas, leo un titular de prensa terrorífico: se investigan 58 violaciones grupales en Cataluña desde principios de año. En Badalona concretamente han sido cinco las violaciones en grupo a menores de edad y más de la mitad de los implicados tienen menos de 14 años.

El escritor Luis Landero escribió lo siguiente en su libro Entre líneas: el cuento o la vida (editorial Tusquets, 2000):

“El profesor, hoy, empieza a tener algo de figura de época. Es uno de los últimos nexos que unen a la sociedad con la tradición. Y, sin embargo, pocas cosas hay tan necesarias hoy como enseñar historia, filosofía o literatura. Si ellas no consiguen civilizar a este mono que parece no acostumbrarse a vivir sin el rabo, nadie sabe qué otra cosa podría salvarlo”.

Ese libro se publicó hace 23 años. Ya no empezamos “a tener algo de figura de época”. Definitivamente ya lo somos.

Décadas de desidia política y social con respecto al asunto de la educación nos han conducido a este callejón sin salida.

Pero siempre hay que dejar un camino a la esperanza. Una vez escribió el teólogo católico alemán Karl Rahner lo siguiente: “El cristiano del siglo XXI o será un místico o no será nada. (…) El hombre espiritual del futuro o será un «místico», es decir, una persona que ha «experimentado» algo, o no lo será más”.

Cambiando el sentido de estas frases, bajándolas a la tierra, me atrevería a decir en general, también para todos los lectores -católicos, de otras religiones, agnósticos y ateos-, que el hombre del futuro o será humano o no será nada.

Y la única vía para serlo seguirá siendo la educación a través de las fórmulas creadas por la inteligencia original. 

Pero cuidado: la artificial ya está llamando a todas nuestras puertas de monos desnudos.





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