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LOS PAPELES PERDIDOS DEL DIARIO DEL PIRATA FALCOTT












Discretos lectores:


Pocas aventuras de la humanidad son tan fascinantes y desconocidas como las de los antiguos bucaneros.

Ha de saber Vd. que recientemente, en una antigua
manor house de Devonshire, han sido descubiertos unos papeles que pertenecen al diario del pirata Falcott.

La mayor parte de aquel legajo ha sido devorado por la humedad, las larvas y el tiempo, aunque se han conservado tres fragmentos extensos que son los que hoy traemos a su consideración.

Por su interés, esperemos que los disfrute.

Un saludo.




M.










I






Soy del mar. Nací en él una mañana de furias desatadas y olas terribles. De eso hace ya casi mil años. Vine a este mundo a la vez que el sol surgía débil por el horizonte acuoso, a la vez que mi madre, retorciéndose en dolores insufribles, se apagaba y gritaba febril por encima de aquella tempestad infernal.

Cuando yo llegué, ella ya no estaba. Solo su grito, único recuerdo de su agonía, permanecía aún en el aire, vibrando en la bruma de aquel día que nacía. Así que fui del mar desde siempre, desde aquella mañana gris y eterna.

Mi padre no hablaba nunca de aquello. Muchos años después, aún sonaban en sus sueños los aterradores gritos de la pobre esposa. Sin embargo, pude saber estos y otros detalles por mi tío Henry, quien viajaba con mis padres en el viejo cascarón aquel día de marzo, el 2 de marzo de 1640.

Mi tío recordaba bien aquel hinchado sudario blanco cosido, que se enfrentaba indefenso a un mar negro y picado, a un cielo que lo acogía voraz con sus elevadas garras de nubes y vientos y a un espantoso vacío de abismos y océanos sin fondo.

Es este el recuerdo más nítido que tuve de pequeño de mi madre, y solo lo tuve a través de los ojos de otro.

Ya es dura una infancia sin madre, pero yo la tuve también sin padre. El viejo Falcott, filibustero de pro y poeta eternamente frustrado, se fue de este mundo poco tiempo después, dejando solo a su único vástago, William Falcott, en manos de la incierta fortuna y el cambiante curso del destino.

El pobre viejo siempre quiso darme una buena educación, procurar que no tuviese malas influencias, alejarme de los pasos que lo llevaron a él a ser un apátrida consumado. Sin embargo, puesto que cuanto más se desea una cosa más parece que se malogra, vine a ser en pocos años todo lo que mi pobre padre aborrecía, es decir, todo lo que él mismo había sido durante la mayor parte de su existencia.

Esta es la historia de mi vida hasta ahora. En ella quizá no esté apuntado todo lo que hice, pero sí todo lo que soy. Eso puedo jurarlo por San Patricio, patrón de mi madre, quien lo llevará eternamente al cuello donde quiera que esté.

Y para empezar, nada mejor que hacerlo por el principio: mis padres se conocieron en Irlanda, el lugar de nacimiento de mi madre, Susan Bennet. Allí fueron a parar mi padre, Martin Falcott, y mi tío Henry en la última de sus aventuras piráticas en las Pequeñas Antillas, en la que habían compartido mesa y pillajes con el legendario William Parker, el terror de Portobelo.

Mis padres se casaron en Skibbereen, el pueblo natal de Susan en el que se habían conocido. Sin embargo, mi padre sentía nostalgia de su dulce isla de Wight, allá en el sur de Inglaterra, así que convenció a mi madre para que partiesen hacia Newport, desoyendo los consejos del médico debido al estado de gracia de ella.

Y lo que no podía pasar sucedió. En medio de aquella tormenta,que aún siguen cantando los bardos de las costas meridionales, a la altura de Plymouth, los dolores del parto se presentaron de repente, cuando aún no se esperaba su presencia hasta dos meses después.

Mi tío Henry Falcott me dijo alguna vez que fui un maldito niño hasta para nacer. Siempre intuí que quería decir algo más, aparte de que fui sietemesino.

Además, llegué en mala postura, origen quizás de la imparable hemorragia. Para colmo de males, en el bote sólo podía ayudar un sangrador de Newport, que poco o nada fue capaz de hacer.
Como en aquellos tiempos eran frecuentes las epidemias, no más de lo que lo son hoy en día, cualquier posible foco de infección era rápidamente atajado. La peste de Londres de 1593 vivía aún en el recuerdo de todos. De este modo, sin esperar a un inminente enterramiento en Wight, el cuerpo de mi madre fue bendecido por el capitán y abandonado a su suerte en el mar, a merced de los fríos vientos atlánticos.

Algunos años después, era mi padre enterrado en su querida Wight. Nunca se recuperó del todo de la muerte de su esposa. De hecho, siempre he creído que al final su corazón se paró de acumular tanta pena. Jamás olvidaré su rostro cansino y triste, moribundo en la penosa hora del atardecer.

El tío Henry se hizo cargo de mi educación y mantenimiento. Él y su mujer, Mary, a los que Dios guarde por siempre en su gloria, lograron llenar mi infancia rota, truncada en su misma raíz por la irreversible parca. Ellos fueron mis padres amados, compartieron conmigo mis sudores, mis esfuerzos, mis penas y alegrías, pero sería desgraciado por siempre si no hubiese recordado un solo día de mi vida a la dulce Susan Bennet, quien tuvo que morir para darme a mí la vida, y al honorable Martin Falcott, su querido esposo, que murió con el nombre de ella en los labios.

El tío Henry vivía en una agradable casita de Newport, la casa familiar de los Falcott durante generaciones. Como mi padre, había sido bucanero en el Caribe y, como él, poeta insatisfecho. El viejo bribón siempre decía que la vida se compone de tres elementos tan importantes como inseparables: la poesía, el vino y las mujeres de senos cálidos. Esto último lo decía con una expresión de tunante que siempre me hizo gracia.

Henry el Poeta, así le decían allí en las Antillas. Según contaba, se había convertido con su hermano en una especie de poeta oficial de las expediciones de rapiña. Una de sus memorables composiciones se intitulaba Del glorioso ataque que la armada de Lord Parker hizo a la indiana ciudad de Trujillo y del admirable botín que della sacaron. Desde luego, no era un soneto del honorable William Shakespeare, pero tenía su gracia, sobre todo cuando la recitaba.

En cuanto al vino y las mujeres, de aquel era un buen escanciador y, en lo referente a estas, un mal perro ladrador. En el fondo, los senos cálidos a los que siempre acudía eran, aunque ya un tanto ajados, los de su querida Mary Stanford, o al menos eso indicaban ciertos ruidos extraños en las horas nocturnas.

Quizás se le olvidó un detalle importante a mi tío Henry, y es que le faltaba otro elemento en esa visión suya del mundo: la muerte, tan importante como inseparable del devenir de cada hombre. Probablemente, ese pequeño olvido se debió a su constante afán por clasificar objetos, hechos y materias en trilogías armónicas.

Tres eran sus modos de beber y tres sus modos de comer. Tres habían sido sus modos de matar en el Caribe, y tres maneras fueron las que por siempre instauró en el delicioso arte de la musa Polimnia.

Y hasta me atrevo a aseverar que tuvo tres hijos, y solamente tres, por ese deseo suyo de “unión mística con los cuerpos celestes y la tríada universal”, jerga e ideas absurdas que había leído en no sé qué tratado antiguo de Cosmología.

Ese era mi entrañable tío-padre, el bueno de Henry Falcott. De él heredé mi afán por la lectura y por aprender de las enseñanzas de la vida, pulsión que no había de abandonarme nunca.

Al igual que recuerdo mis primeras lecturas juveniles, abrigado en la cama del frío y la bruma de la isla, también me vienen a la mente mis primeros juegos, las primeras aventuras de mi vida incipiente.

Una noche de luna llena, nuestra pandilla de amigos se internó en los inhóspitos páramos de más allá del cementerio para visitar la casa de la viuda de Drake. Se decía que el mítico pirata había recalado en Wight, de vuelta de una de sus expediciones. Allí habría conocido a una solitaria muchacha, a la que nadie habría visto mucho por el pueblo y de la que pocos conocían sus orígenes. Sir Francis, según la leyenda, habría partido poco tiempo después para su último viaje. Envenenado por sus hombres o víctima de la disentería tras la derrota frente a Panamá, su cuerpo fue arrojado al agua en la bahía de Portobelo.

Su viuda (así la llamaban, aunque nunca hubo constancia de ninguna boda) abandonó la casa y nunca más se supo de ella. Desde entonces, circulaban entre los isleños noticias de extrañas luces y ruidos aterradores dentro del solitario caserón. Algunos afirmaban que era el espíritu de Drake el que volvía para tomar posesión de su amada, la cual, según estos, no pudo soportar dichas visitas y terminó marchándose, no sin antes condenar toda la casa con tablones.

Otros chismosos difundieron la especie de que en la casa permanecía enterrado parte del tesoro de Drake, un botín fabuloso capturado a los navíos españoles en el archipiélago de las Perlas o quizás alguna tajada del fabuloso tesoro peruano que Drake encontró en las montañas tras penetrar en el istmo de Panamá.

El fantasma del almirante, según estos últimos fabuladores, guardaría sus riquezas enterradas lejos de las manos de posibles saqueadores. Y lo cierto es que, con fantasmas o sin ellos, nadie se atrevía, en noches cerradas, a ir más allá del cementerio en dirección al acantilado, aunque el camino dejaba a cierta distancia la casa de la viuda.

Aquella noche nos encaminamos a la casa. Aterrados, temblando a la luz de un viejo farol, nuestro grupo marchaba con paso inseguro hacia aquel lugar de pesadilla. A escasos cien metros de la finca nos detuvimos. Alguien había oído algo, quizás el atronador ruido de nuestros corazones galopando de miedo. Enfrente de nosotros, la negra fachada de la casa se recortaba, temible monstruo dormido, contra un mar de nubes luminosas y terriblemente frías.

El rumor del mar en el acantilado nos llegaba nítidamente en labios del ligero viento que agitaba los cielos. A lo lejos, un rumor de perros ladrando terminó con la poca valentía que aún nos quedaba.
Disimulando el terror, exprimimos nuestras fuerzas para, amparándonos en la presencia del grupo, avanzar hacia la desvencijada puerta de acceso al jardín delantero.

Allí estábamos. O salíamos corriendo como almas que llevaría el diablo o, guardando la dignidad de hombres, nos atrevíamos a entrar. Esa duda nos corroía a todos por dentro, pero nadie era capaz de enunciarla en voz alta. Y como ninguno tuvo el valor de hacerlo, entramos.

Fue fácil arrancar los tablones clavados al marco de una ventana lateral, la cual se deshizo con solo empujarla, tan carcomida estaba. Por ella accedimos a una pequeña sala forrada de libros hasta el techo, en medio de la cual había una chimenea con un gran retrato encima. Representaba a una joven amazona en un acantilado al borde del mar. Aunque la maestría del artista era un tanto tosca, lograba reflejar perfectamente aquella belleza emergente, cándida y perversa a la vez, que montaba un caballo agitado y de expresión furiosa.

Un ruido en el piso de arriba nos hizo arrancar los ojos de aquella mujer celestial y agitarnos por dentro como marmitas en ebullición. Algunos chavales salieron disparados hacia la ventan; los demás nos quedamos quietos esperando otra vez el ruido. Cuando este se repitió, avancé como un resorte hacia el pie de la escalera que subía al piso superior, situada enfrente de la puerta de entrada de la casa.

Aún no sé cómo pude actuar así. Una especie de voz interior me llamó hacia arriba. La luz de la luna entraba por las ventanas, cubriendo las estancias con una gasa de irrealidad y ensueño. Yo no sabía bien lo que hacía y había perdido un poco la orientación en aquel ambiente de paz misteriosa.

Cuando, en lo alto de la escalera, vi aparecer un halo fantástico de luz flotante, no pareció importarme el hecho de haberme quedado repentinamente solo en la oscuridad lunar de una casa abandonada en los límites de todo lo conocido.

Jamás había visto ni vi en mucho tiempo a una mujer tan dolorosamente hermosa como la que surgió de la nada en medio de aquel halo fantasmal. Sus ojos no eran de este mundo. La expresión de su rostro joven era de infinita tristeza, una tristeza que helaba el corazón de quien la contemplaba.

Su parecido con la mujer del cuadro me hizo pensar que se trataba de su hija o de un pariente cercano. Me miraba como queriendo leer mi pensamiento desde su hermosa cárcel de luz flotante.

Nunca logré conocer mucho más de la historia de aquella mujer, que en un momento desapareció de mi vida con una sonrisa tan bondadosa como desgarradora. No sé por qué tuve entonces la sensación de que no volvería a verla jamás, como de hecho sucedió.

Regresé muchas veces, incluso de noche, a aquella casa y leí muchos de los libros de aquella biblioteca, tratando de indagar en el misterio de la amazona de la chimenea. En el piso de arriba no encontré más que viejos muebles inservibles, igual que en el resto de la casa. Aun así, nunca logré saber nada cierto sobre el enigma oculto en aquellos antiguos muros.

Antes de conocer el amor me enamoré perdidamente de la hermosa y triste figura que contemplé en lo alto de aquella escalera. Mi dulce Luz de Plata (así la llamaba), te tuve en mis sueños hasta que conocí los bellos ojos marinos de Yara... Pero esa es otra historia, no nos precipitemos en contarla...







II







...El tío Henry hablaba con frecuencia de sus viajes a las Antillas. Aderezaba sus narraciones con una mezcla de melancolía y regusto de hazañas fantásticas que siempre me apasionó. Recuerdo sus historias de tormentas y ciclones fabulosos, de mágicos monstruos marinos en la calma azul de las bonanzas. Las recuerdo como si yo mismo fuese el que las había vivido... o inventado.

“¡De la misa, la mitad!”, se escuchaba desde el fondo del pasillo. Mi adorada tía Mary, con el rostro encendido por el calor de los fogones, irrumpía de pronto en la habitación y echaba por tierra todo el bonito cuento de mi tío. A sus pies, mis primos y yo seguíamos aún absortos en la historia cuando nos advertían de que los platos ya estaban puestos en la mesa.

Crecí entre los cuentos de monstruos y piratas de mi tío y el cálido encuentro con la poesía, con el genial Shakespeare (“monstruo del siglo”, como lo llamaba mi adorado Henry), con Chaucer y sus cuentos de peregrinos, con las tiernas baladas y las épicas hazañas del rey Arturo, de Sir Gawain... Bebí de los refrescantes manantiales de la poesía lírica, de la épica, del teatro de mi tiempo y el de todos los tiempos.

Conocí la traición del hombre en los versos de Macbeth, la locura de vivir en los de Hamlet y reconocí el amor en cientos de poemas en los que sentí palpitar mi sangre con la tinta en que se escribieron. Muchos años después, supe que el amor que yo reconocí era un reflejo, una imagen, un espejo del verdadero conocimiento. La imagen de una rosa, su reflejo en el cristal, nunca huele. Pero yo entonces no lo sabía. Tampoco sabía entonces que, para que realmente huela, la rosa ha de pincharte.
Mi tío me pasaba los escasos libros que poseía y que constituían su bagaje cultural, pero yo no me conformé con leerlos todos. Pasaba muchas tardes leyendo en la biblioteca de la casa abandonada del páramo, devorando las palabras de Platón, descifrando el lento pasar del mundo en los matices de color del cuadro de la chimenea, en los reflejos solares de la ventana abierta, en los latidos ansiosos de mi corazón desolado.

Cuando el sol declinaba detrás del cementerio, corría a mi casa para pedirle al tío Henry que, de nuevo, contase aquella incursión en la que los defensores de una plaza azuzaron perros salvajes contra los bucaneros.

-La carne de perro no es muy buena, pero cuando el hambre te acosa, cualquier cosa que caiga a la marmita es apetecible, querido Billy -decía esto tirándome de las patillas con una risa de viejo lobo marino curtida por el ron.

Y tanto me habló de las Antillas y los bucaneros, y tanto y tanto disfruté de sus relatos, que, cuando cumplí suficiente edad, logré cumplir mi sueño de viajar hacia aquellas aguas calientes e inquietantes que ya casi creía conocer. Mi tío era amigo de muchos marinos del cercano puerto de Plymouth, cuna de piratas tan famosos como John Hawkins, primo e instructor del temible Drake. Gracias a sus contactos pude enrolarme en un barco corsario.

Los ojos negros de mi tía Mary, llenos de lágrimas, me despidieron una mañana de brumas lánguidas y viento suave. Una bandada de gaviotas cruzó el cielo del cementerio y la casa abandonada a lo lejos. La isla se despedía de mí con su indiferencia de siglos pasados y venideros. Por ella pasaron los españoles camino de una empresa invencible muchos años atrás. Y ahora partía yo hacia un mundo nuevo, devastador y recién inventado para la mirada deslumbrada de un chaval de diecisiete años. 

Me noté incómodo, pequeñísima balsa en un mar temible de naufragios y de dudas ante mi destino incierto. Los mares no tienen sendas trilladas por el tiempo, pensé. En ellos las vidas del hombre apenas dejan una leve huella en forma de ilusiones hundidas en los bajíos.

A pesar de ello, me sentí parte del mar aquella mañana triste de principios del mundo. Durante muchas horas del viaje a Plymouth recordé a mis tíos y primos en el embarcadero, agitando sus pañuelos en la niebla gris, y sobre todo recordaba aquellos ojos acuosos de mi tía, ojos negros del soldado español que mucho tiempo atrás había recalado en Wight tras el desastre de su Armada. Quién sabe si una de las heridas que portaba orgulloso y que le provocó la muerte no había sido ocasionada por uno de los cañones del barco de Drake o de Sir Walter Raleigh, el amante de la Reina Virgen.

Ojos negros que cautivaron a la madre de Mary y que, tras la aparente mejoría del marino, la empujaron al deseo mágico de los abrazos de One. Así lo llamaba su madre, One, El Único. Mi conocimiento posterior del español chapurreado de los esclavos que capturamos en América me hizo pensar que se trataba de un Juan, aunque la solitaria tumba de salitre en el cementerio de Newport solo recordaba vagamente el sonido de su nombre real.

Mary solía visitar la última morada de su padre, al que nunca conoció. El Único llegó de tierras cálidas del sur y dejó su huella en aquel lugar extraño para sus ojos negros y su tez morena. La tarde que murió hacía un sol espléndido. Su cuerpo desnudo fue encontrado cerca de la casa del cementerio, a donde había ido dando un paseo. Me contaron que de sus heridas abiertas manaba un humor pegajoso y oscuro y que la tierra de alrededor tenía un olor a melancolía, el mismo que creí percibir aquel día que entré por primera vez en el caserón solitario. Muchas veces relacioné la aparición de Luz de Plata con el padre de mi tía Mary, y siempre terminé pensando que había alguna conexión entre aquellos olores.

Quizás ese olor sea el propio de la muerte de los desdichados que, en el último minuto de su agonía, exudan una vida de fracasos y angustias, perfume dulce, empalagoso y duradero que se convierte en la última huella de su paso por este mundo. En realidad, no podría definir mejor ese olor porque tampoco sé si fue la nostalgia lo que olí en aquella casa hace ya una eternidad. Probablemente creí percibir el mismo olor que mi tía me contó había envuelto el cuerpo de su amado una lejana tarde de sol muerto.

No sé tampoco si ella y todos los que lo olieron pudieron identificarlo rápidamente, como por instinto, con una sensación que nadie relaciona con los humores fisiológicos.

Con seguridad me equivoqué al relacionar ambos aromas de desamor y tristeza, porque probablemente ninguno de los dos lo era. Sin embargo, si la melancolía, la nostalgia, la desazón interna se materializasen, su aroma creo que sería el que llenaba el espacio de aquella gran escalera cubierta de polvo sobre la que Luz de Plata surgió con la invocación de mis pasos y la de los rayos de la luna misteriosa.

¡Ah, los ojos extraños de aquella mujer de luz y de vacío, los ojos negros de mi tía Mary y, a lo lejos, o por encima, mis ojos clavados en su recuerdo, mirando sin mirar las olas plúmbeas que me llevaban morosamente hacia un lugar extraño de la línea de tierra cercana, envuelta en una bruma marina que la hacía casi invisible!

A lo lejos, un faro surgía de la muralla de niebla, tocado apenas por un sol que se negaba a salir. El puerto de Plymouth se fue haciendo visible tras un acantilado que caía a pico sobre el revuelto [océano]...







III










...mar de olas que traen recuerdos a este solitario cantil. Este mismo mar que contempló la ira de Mansfield, la codicia de Parker, la angustia de mi tío Henry y los sueños, temores y miserias de tantos piratas que en el mundo han sido. 

Mar que trajo una noche serena de principios de enero el coy recubierto de algas y rémoras en que reposaba desde hacía casi un siglo el cadáver incorrupto de mi madre tras dar quién sabe cuántas vueltas a un mundo de agua eterna sin encontrar el ansiado reposo.

Encontré sus restos en un paseo por la playa tras contemplar un ocaso delirante. No hizo falta que la medalla de San Patricio en su cuello me lo revelase. Yo ya sabía que era ella. Durante toda mi vida, sin haberlo pensado nunca realmente, tuve la certeza de que aquel encuentro irreal iba a suceder. Las fuerzas de los elementos se conjugaron para que los flujos de las mareas oceánicas y los de mi vida temeraria nos condujesen a aquella unión de la sangre que trastocaba los principios de la lógica y del espacio.

Contemplé por primera vez su rostro azulado y hermoso, intacto por la cantidad de sal acumulada, y lloré su muerte después de tantos años de abandono.

La enterré en el extremo sur de la isla, allí donde su hermoso cuerpo recibiría por fin una tierra de descanso después de haber ido a la deriva de un océano a otro, de una tormenta a otra, tan lejos de la verde Irlanda de sus antepasados.

Miré sus ojos antes de taparlos para siempre con arena. Mientras evocaba la mirada de mi tía Mary, de Luz de Plata, de mi amada Carmen... y de todas las mujeres que conocí en este mundo, no logré recordar ojos tan terriblemente hermosos como los de mi madre en aquella playa solitaria en un extremo del mundo conocido. Y tenía que despedirme de ella tras haberla contemplado solo unos instantes...

Desde entonces, algunas noches despierto gritando y lleno de sudor, acosado por pesadillas de soledad en esta cabaña triste azotada por el viento.

En esas ocasiones, el rumor del volcán cercano me tranquiliza y vuelvo a dormir tras recordar los episodios de mi vida, como el de aquel asesinato en Jamaica. Y entonces vuelvo a soñar con aquellas calles laberínticas, el suelo empedrado y las voces nocturnas de mis perseguidores. Se me viene encima la cabeza decapitada del tabernero, que aullá detrás de mí, y no hay nadie en el barco, como aquella noche, para ayudarme.

Otras noches sueño con los ciclones, con el barco abandonado o con los fantasmas de la vieja ciudad indígena.

A veces mis sueños son más apacibles, llenos de rosas femeninas que me agasajan con sus aromas y hunden sus espinas en mi carne trémula y ardiente. El recuerdo de aquellos senos floridos me inunda en la mañana soleada y el amor perdido regresa en una sombra dulce y embustera que envuelve mis sentidos.

Con frecuencia creo ser el mismo volcán, que me vigila desde arriba con su rumor profundo de gases y llamas. He subido a menudo hasta el cráter de este dios antiguo y he contemplado su vientre, hecho de tierra fundida. Me pregunto si no tiene más vida que yo, si no encierra más verdad que este pobre pirata cobarde e impostor que rumia su vergüenza y su mentira con una fingida valentía ante la muerte.

He pensado a menudo en arrojarme al fondo de este crisol telúrico y regresar así a la tierra de la que provengo, tras una larga caída desde este lugar hasta una de las muchas simas que pululan a lo largo y ancho de mi país natal.

Solo una ráfaga de lucidez me hace ver entonces que estoy envejeciendo por momentos y que solo pienso tonterías. Es entonces cuando, cada vez con más frecuencia, me aferro a esta pluma con la que destierro de mi lado estos pensamientos desgraciados.

La noche pasada soñé que crecían raíces, ramas y hojas de mi cuerpo y mi carne se volvía rugosa y oscura hasta que me convertía en árbol. Florecía y me secaba rápidamente para volver de nuevo a iniciar el ciclo, hasta que cada vez me costaba más hacerlo. Poco antes de morir, una semilla cayó de una de mis ramas y, antes de secarme para siempre, vi cómo de ella surgía un pequeño brote, una minúscula planta que empezaba a crecer tímidamente en el aire de un dorado amanecer marino.

A lo lejos, por encima de los siglos, rugía el volcán...







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