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UN VIAJE EN LOCOMOTORA (Cuento de Navidad)

 






    Ana Laura, de doce años, vivía con su madre en el piso 5º B del bloque.

    Habían llegado a España hacía ya tres años y las cosas no iban tan bien como ellas hubiesen querido: Elisabeth (la madre) no terminaba de encontrar ni un trabajo estable ni tampoco una pareja que la convenciera.

    El padre de Ana (Víctor) se había quedado en Ecuador trabajando. Separado desde hacía cinco años de Elisabeth, les mandaba mensualmente una pensión de alimentos que era insuficiente para todos los gastos que madre e hija tenían que afrontar en España.

    Para colmo, la niña iba mal en los estudios y tenía una autoestima muy baja: se miraba en el espejo y se veía gorda, demasiado morena, con granos en la cara...

    Tener doce años, ser ecuatoriana y verse fea eran muchos condicionantes que impedían que pudiese sonreír.

    Algunos compañeros, desde hacía ya un año, se metían con ella en el colegio. Era un acoso de baja intensidad, pero muy molesto: subía por unas escaleras y escuchaba a sus espaldas un “mona” apenas susurrado o, de pronto, cuando un profesor tenía que volverse a la pizarra para explicar, ella recibía el “regalito” de un trozo de borrador o un papelito arrugado y húmedo de saliva.

    Y claro: luego no podía decírselo a ninguna persona. En todo colegio hay una ley no escrita, la de que no te puedes chivar de nadie o pagarás las consecuencias.

    A veces hacía llorando todo el trayecto a pie hasta su calle. En esas ocasiones, mientras se secaba las lágrimas antes de entrar en su casa, se quedaba mirando desde la ventana del rellano el suelo del patio interior del edificio.

    “Sería muy fácil. Un simple salto y todo habría concluido”, pensaba.



    Don Antonio, el inquilino del 6º A, en la última planta, era con diferencia el vecino más viejo y de más antigüedad en el bloque de la calle Esperanza de Sevilla.

    Era un simpático viudo con noventa años muy bien llevados.

    Su mala salud de hierro era el habitual tema de conversación que los vecinos tenían con él cuando se lo encontraban en la entrada del inmueble o en la calle.

    Salía mucho a pasear por el barrio, tanto que era una figura muy popular. Todos lo saludaban:

    -Antonio, ¡qué bien te cuidas!

    -Hacemos lo que podemos. ¡Buen día, Augusto!

    Aunque era un optimista nato, tenía sus momentos de tristeza en soledad, pero siempre en público exteriorizaba un buen humor contagioso.

    Sentía, a pesar de ello, que había entrado, a causa de su edad, en un territorio muy pantanoso: la conciencia del paso (y el peso) de los años le hacía tener pesadillas en las que se le representaba su muerte en todo tipo de formas y manifestaciones.

    Con todo, lo que peor llevaba era la idea de tener que sufrir.

    No obstante, su estado era inmejorable. Antiguo funcionario de la Seguridad Social, jubilado con una pensión aceptable, dedicaba sus días a las grandes pasiones de su vida, que, por este orden, eran el fútbol (seguía de manera incondicional al Real Betis Balompié), el cine y la lectura.

    Su mujer (Angelina) había fallecido hacía varios años, pero el recuerdo doloroso de ella aún le pellizcaba al corazón cuando, por las mañanas, se levantaba de la cama y se asomaba por la ventana para mirar el color del cielo.

    Su consuelo era el de esperar que, cuando tuviera que partir definitivamente, más allá de las nubes lo esperaría el alma de su mujer.



    El ascensor del bloque era un antigualla, digna de un museo de piezas industriales.

    Algunos vecinos, de broma, decían que era más viejo que don Antonio y otros, que era más antiguo que el propio bloque.

    Tan vieja era la cabina que hasta tenía nombre: la llamaban “La locomotora”. Había sido fabricada en Liverpool por la empresa Harris & Company. Una placa de metal lo indicaba, en la planta baja, justo en la puerta de acceso al ascensor, que era de madera y de dos hojas.

    A veces, en la noche, sobre todo en verano, “La locomotora” crujía con sonidos metálicos y su madera parecía exhalar aromas embriagadores de sándalo que se esparcían por todos los rincones de la casa de vecinos.

    El viejo ascensor, en la alta madrugada, a los vecinos insomnes les parecía que roncaba, descansando de su fatigado trabajo de transportar personas y objetos todos los días, faena que obligaba al presidente de la comunidad a avisar continuamente a la empresa de mantenimiento de sus fastidiosas averías.

    En la última reunión de comunidad se había aprobado un presupuesto de sustitución de la vieja máquina por un moderno e inteligente ascensor.



    La niña estaba muy inquieta. Era el cinco de enero y sus “amigas” del instituto no la habían llamado para quedar en todas las vacaciones. Sentía que le estaban haciendo el vacío.

    Para colmo, su madre estaba de un humor imposible.

    Aquella tarde la cabalgata de Reyes Magos recorrería la ciudad, pero Ana Laura no tenía a nadie con quien ir a verla.

    Aun así, quiso salir, pero su madre de malos modos le dijo por teléfono (Elisabeth estaba trabajando en un bar) que no viniese muy tarde.

    Discutieron. Siempre lo hacían últimamente a cuenta de la hora de vuelta a casa.

    Ese día, sin embargo, la bronca fue a mayores. Se dijeron palabras muy feas y Ana salió del piso dando un portazo.

    La ventana del rellano se cimbreó del golpe. Ella la miró y el hueco la atrajo más que nunca, tanto que estuvo tentada de dar el salto definitivo.

    Sin embargo, en ese momento, “La locomotora” se puso en marcha y eso la distrajo. Alguien subía.

    Ella empezó a bajar las escaleras. De pronto, hubo un ruido horrible y el ascensor se paró un poco más arriba del tercer piso.

    Don Antonio, el vecino amable que siempre le dedicaba una sonrisa, se había quedado atrapado dentro. La reconoció a través de los cristales y suspiró aliviado:

    -Ana, se ha parado el ascensor. Ya es la segunda vez que me pasa esta semana. Menudo chiste... ¿No te importa darle al botón, a ver si logro salir? Te lo agradezco.

    Ana Laura le dio al botón de llamada y el ascensor se situó en el tercer piso. Don Antonio pudo abrir las puertas del viejo cascarón.

    -¡Gracias, querida! ¿Te atreves a montarte conmigo en el ascensor? Anda, te acompaño a la calle.

    El anciano le ofreció una abierta sonrisa para confirmar la franqueza de su propuesta.

    -Pero don Antonio..., si usted estaba subiendo a su piso… No se preocupe, de verdad.

    -No te preocupes tú, querida. A mi edad no me importa hacer más viajes de la cuenta. Además, me gusta conversar con la gente. Ven...

    -No es usted tan mayor..., pero me cae bien, así que venga, vamos a ese viaje hacia el suelo.

    Estas últimas palabras ella las dijo sin apenas pensarlas. Recientemente notaba que pensaba demasiado y que, por tanto, no se dejaba llevar por sus emociones, las cuales no era capaz de reconocer en muchos momentos. Quizás esa fuese la principal causa de sus lamentaciones.

    Lo bueno de toda aquella situación era que, sin que apenas lo apreciase, la cara de la niña ya no tenía sombra de preocupación o de angustia.

    Ana entró en “La locomotora”. Le vino el olor a viejo del anciano y el del ascensor, pero no le disgustaron.

    Don Antonio cerró las puertas y pulsó el botón de la planta baja.

    El viejo mecanismo del elevador arrancó de nuevo perezoso.

    Sin embargo, nada más iniciar la bajada, de nuevo se paró la cabina, esta vez entre el tercer piso y el segundo.

    Angustiada, Ana Laura pulsó varias veces el botón amarillo de aviso, pero nadie salió a ayudarlos: era la tarde del cinco de enero y todos los vecinos veían en la calle la cabalgata de Reyes o estaban de vacaciones en otros sitios.

    Para colmo de males, ninguno de los dos llevaba encima sus teléfonos móviles (los habían olvidado en casa), por lo que no pudieron avisar a emergencias.

    Se oía de fondo el rumor en las aceras de la gente, que iba en busca de la magia de los sabios magos de Oriente.

    -Hace un poco de frío, ¿no?

    -¿Tienes frío? Toma mi abrigo.

    Don Antonio se quitó su gabán y se lo dio a la niña. Olía a él: era un aroma dulzón y al mismo tiempo acre. Le gustó abrigarse con aquella prenda. Era como volver a casa rendida tras un largo viaje, como subir a una litera en busca de descanso después de un ajetreado día.

    Estuvieron conversando mucho rato. No podían hacer otra cosa.

    Él le habló de su mujer, de cómo la echaba de menos. Recordó muchas anécdotas de Angelina, algunas de las cuales no solía traer a la memoria, y sonrió al escucharse a sí mismo mientras las contaba. Sintió que, después de mucho tiempo, recuperaba las ganas de vivir en su interior.

    Ella, al principio, solo escuchaba pero, poco a poco, fue entrando en la conversación de una manera natural.

    Cuando, al cabo de dos horas, los bomberos pudieron sacarlos del ascensor, una sonrisa iluminaba el rostro de la niña.

    Había pasado, hacía un buen rato, la última carroza de la cabalgata.



    Ese año su regalo de Reyes fue aquella conversación amistosa con don Antonio en la vieja locomotora.

    La recordaría toda su vida, aunque no podría evocar minuciosamente los detalles de la charla (al fin y al cabo, ella era una niña y él, un hombre anciano; ella había querido acabar con su vida, que no entendía, y él se aferraba a la suya, que trataba de recomponer cada mañana, con uñas y dientes).

    A veces los mejores regalos que nos da la vida son los que no pedimos.

    Ahora, cada cinco de enero, por la noche, Ana recuerda a don Antonio (varada definitivamente su barca en la otra ribera), el olor de aquel abrigo y el refugio de aquellas palabras. Es, al fin y al cabo, lo que nos queda de las personas que se van de este mundo.

    Aprendió en aquel viejo ascensor la lección de que, en la vida, siempre (¡siempre!) hay alguien que se ofrece a escucharte.

    Y a ofrecerte un abrigo.

    Incluso en pleno invierno, en el vacío de una cabina, detenida, a medio camino, entre un mundo que empieza y otro que acaba.

    Entre dos vidas, tan lejanas, tan cercanas...



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