¡Oh llama de amor viva,
que tiernamente hieres
de mi alma en el más profundo centro!,…
San Juan de la Cruz.
No puedo nunca dormir, lo sabes. Y ahora menos, que espero desesperado la muerte.
Hace frío en Roma. Sus calles se llenan por la noche de nuestros gritos, los de los carreteros que traemos a la urbe las mercancías de todo el imperio. Así lo establece la ley.
La ciudad, de noche, es como una feria.
Regreso (regresaba), por las mañanas, al amanecer, agotado a mi catre, donde apenas se concilia el sueño. Pero no solo es la luz del día, que se cuela curiosa por las rendijas, la que me impide descansar. Tampoco es culpable de mi insomnio el helor de mi cobija, que te anhela.
Ayer no quise saber nada de tu martirio, pero no pude evitar imaginármelo segundo a segundo desde el jergón de mi calabozo, donde soñé nuestros abrazos.
Fuiste una sacerdotisa casi desde que tus padres, patricios y hermosos, se enlazaron para concebirte.
El Pontífice Máximo te escogió a los seis años para que, junto a las otras, guardases el fuego sagrado del templo de Vesta, en el foro.
Nuestros caminos se cruzaron por casualidad.
Yo ese día, hace ya siglos, iba camino del cadalso (como mañana iré de nuevo), condenado a muerte por haber matado a aquel hombre terrible que martirizaba a mi familia.
Tú decidiste salvarme del verdugo. Es un privilegio de las vestales.
Nuestros ojos se cruzaron mientras me desataban y ya nunca volvieron a desasirse, a pesar del velo que dejaba entrever los tuyos.
Hasta hace una semana.
Alguien supo que habías roto tu voto de castidad. Tú, sacerdotisa de Vesta, guardiana del fuego sagrado de Roma, habías osado profanar tu cuerpo y entregarlo a las delicias de Venus con un vulgar arriero.
¡Oh, Minucia! ¿Podría alguien entender cuán hondo fue (es) nuestro amor, lo delicado de nuestra unión, la divina belleza de tu rostro? ¿Por qué entregarse al amor es delito en alguien que ha nacido para ello? ¿Por qué nuestro sagrado encuentro, en aquel callejón oscuro de detrás de la casa de las vestales, puede ser considerado sucio o indigno? ¿No hay otra belleza más pura que esa?
No, no quiero imaginar tu martirio de ayer ni el mío de mañana.
Solo quiero recordarte, soñarte, alma mía…
Imagino que, después de ensañarse contigo en un suplicio inhumano, te llevarían en procesión hasta la puerta Collina. Allí el Pontífice Máximo, el mismo que te escogió hace veinte años, alzaría sus manos al cielo. Tras vociferar una plegaria, se abriría una lápida en el suelo, donde, aún viva, serías encerrada para la eternidad.
A mí me azotarán hasta la muerte.
A ti, al menos, te darán un poco más de tiempo antes de que se apague la luz de tu llama.
Espero verte en el cielo, vida mía.
Te dejarán solo la luz de una lámpara, que durará los dioses saben cuándo, algo de pan y agua.
No me quedan muchas horas. Me han dado estas páginas en blanco para que pueda garabatear en ellas unas torpes palabras.
Te quiero, Minucia. Y ni uno solo de los azotes que reciba mañana podrá hacerme pensar que me equivoqué al dejarme llevar por tus ojos verdes.
Ni uno solo.
Escribirte esto es mi forma de resistir.
Es mi forma de querer que perdure nuestra unión para siempre, aunque luego estos papeles los barra el viento por el callejón sucio y maloliente en que nos amamos.
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He soñado esta noche que dormías con un vestido de gasa naranja. Al fondo, brillaba el sol justiciero de junio en las olas del horizonte marino. Estabas más hermosa que nunca.
Me despertó un grito horrísono. Se había apagado el fuego sagrado. El Senado debe reunirse, el templo ha de ser purificado y la vestal responsable será azotada, como yo, como tú...
Es de día. Ya vienen a por mí…
He visto, en el pretil de la ventana, el primer pájaro de la primavera…
¿Brillará aún la luz de tu alma?
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