Apenas era consciente de su vida. Los días pasaban unos tras otros, en una niebla vertiginosa y líquida que aplanaba el tiempo y lo convertía en una plataforma deslizante por la que circulaba a toda velocidad su ser hacia un sumidero sin formas.
Su trabajo era el de... Bueno, ¿qué importancia tiene? Uno más de tantos, de esos en los que hay que soldarse a una pantalla de ordenador de por vida para ir grabando números, uno tras otro, en faenas eternas de escaso salario y estéril recompensa.
Pero un día… Sí, llegó un día en el que algo distinto sucedió (por eso recogemos la anécdota en esta relación de sucesos).
Era aparentemente un día más, uno de tantos, uno más de la larga y veloz cinta transportadora de las horas. Las nubes habían oscurecido el cielo. Llovía y hacía frío. Era invierno. Crudo invierno.
H. llegó a su casa, tomó la acostumbrada dosis de píldoras, durmió la siesta (esta vez agitada por algunas imágenes de pesadilla) y volvió a la oficina. Lo hizo, como todos los días, en el tubo de alta velocidad.
Notó al llegar que la atmósfera había cambiado. Las nubes se habían ido serenando y rompiendo. Al oeste empezó a clarear.
Cuando llevaba exactamente una hora y media y dos segundos delante del ordenador (a las 17:30:02), un rayo deslumbrante de sol abrió una pantalla de cine en la pared de enfrente. En ella se empezó a proyectar una moviente sombra, la del primer vencejo de la primavera, que se había posado detrás, como duende, en el pretil de la ventana.
La brisa era suave. Se estaba bien allí.
H., que nunca llegó a ser un robot más humano que en aquel instante, creyó percibir, desde lo más profundo del ordenador, el sonido del mar, que venía a él como un fondo de radiaciones del éter, como un canto de sirenas que llamaba al alma de su programador (muerto, como todos los hombres, en la última gran guerra), como las interferencias de un mensaje de radio enviado, al océano del universo, por un escritor deseoso de atentos lectores…
K., su compañera de mesa, creyó entonces percibir un sonido extraño de chisporroteo. Si hubiese tenido sensores de percepción exterior, hubiese notado también un olor a quemado.
Las lágrimas casan mal con los sistemas operativos.
Su trabajo era el de... Bueno, ¿qué importancia tiene? Uno más de tantos, de esos en los que hay que soldarse a una pantalla de ordenador de por vida para ir grabando números, uno tras otro, en faenas eternas de escaso salario y estéril recompensa.
Pero un día… Sí, llegó un día en el que algo distinto sucedió (por eso recogemos la anécdota en esta relación de sucesos).
Era aparentemente un día más, uno de tantos, uno más de la larga y veloz cinta transportadora de las horas. Las nubes habían oscurecido el cielo. Llovía y hacía frío. Era invierno. Crudo invierno.
H. llegó a su casa, tomó la acostumbrada dosis de píldoras, durmió la siesta (esta vez agitada por algunas imágenes de pesadilla) y volvió a la oficina. Lo hizo, como todos los días, en el tubo de alta velocidad.
Notó al llegar que la atmósfera había cambiado. Las nubes se habían ido serenando y rompiendo. Al oeste empezó a clarear.
Cuando llevaba exactamente una hora y media y dos segundos delante del ordenador (a las 17:30:02), un rayo deslumbrante de sol abrió una pantalla de cine en la pared de enfrente. En ella se empezó a proyectar una moviente sombra, la del primer vencejo de la primavera, que se había posado detrás, como duende, en el pretil de la ventana.
La brisa era suave. Se estaba bien allí.
H., que nunca llegó a ser un robot más humano que en aquel instante, creyó percibir, desde lo más profundo del ordenador, el sonido del mar, que venía a él como un fondo de radiaciones del éter, como un canto de sirenas que llamaba al alma de su programador (muerto, como todos los hombres, en la última gran guerra), como las interferencias de un mensaje de radio enviado, al océano del universo, por un escritor deseoso de atentos lectores…
K., su compañera de mesa, creyó entonces percibir un sonido extraño de chisporroteo. Si hubiese tenido sensores de percepción exterior, hubiese notado también un olor a quemado.
Las lágrimas casan mal con los sistemas operativos.
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