Mancha la tinta, los dedos se le van volviendo negros y, cuando llega a casa debe pasar un buen rato limpiándoselos con ayuda de su mujer, Teresa, mientras sus hijos corretean o lloran en torno a ellos. El oficio de aprendiz de cajista tiene ese pequeño inconveniente.
La labor de Martín no es demasiado complicada, pero es agotadora: una vez que se han imprimido las páginas del día, debe devolver a cada cajetín los pequeños tipos móviles empleados. Las aes con las aes, las bes con las bes… Es casi como el tránsito de cada jornada: el sueño borra los límites de las páginas vividas y devuelve cada letra a su cajón en la cabeza para que, al día siguiente, podamos volver a componer la escritura de nuestros pasos por este mundo de locos.
De labor tan manual extrae cada día el aprendiz un caudal de sabiduría. Entran en el taller todo tipo de personas cultas, especialmente los escritores, que dejan allí sus libros manuscritos para que el impresor, con esmero, los publique. Se forman tertulias en las que se habla de todo lo humano y de algo de lo divino. A todos sorprende la magia de este trabajo, lleno de detalles curiosos, como el de los tipos de plomo inversos, esas cajas de texto con las letras al revés, que son como el anverso y el reverso de una página escrita por un solo lado, como el rostro verdadero y el del espejo que aquel refleja o el destello de la vida en la muerte, que es un desandar de lo andado.
Lugar más hermoso para oficio tan pausado no pudo hallarse en ningún rincón de la villa y corte. Al entrar, un olor a papel y a tinta recibe al visitante, que experimenta un gran placer al contemplar la pausa con que los artesanos se dedican a componer los libros. La pausa de los tiempos de antes, cuando la prisa aún no se había inventado...
Un día hubo un gran revuelo en el taller de imprenta, puesto que fue a visitarlo el rey de España, duque de Parma y Plasencia, rey de Nápoles y de Sicilia, aunque era más conocido con el apelativo de “el mejor alcalde de Madrid”. Carlos III había recibido con entusiasmo el proyecto de publicación de una vieja novela.
En el taller de imprenta, el aprendiz Martín, un vizcaíno que tenía pocas letras, aprendió muchas cosas. No pasó a la historia de los hombres, pero solo Dios sabe que fue él quien compuso (por concesión del oficial) la caja de la página inicial del primer capítulo de una de las más bellas ediciones del taller de Joaquín Ibarra. ¿Cómo empezaba ese capítulo? Curiosos lectores, lean ahora en orden las palabras iniciales de los párrafos de este cuento de abajo hacia arriba y lo sabrán.
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