Imagen de Gregorio Catarino
“Son tiempos difíciles. Ya no entra tanta gente como al principio… A ver, ¿qué quieres? La gente lo compra todo por Internet. Es más cómodo, claro. En fin, Albert, te dejo que tengo clientela. Adiós. Hasta pronto”.
La clientela en realidad era únicamente yo, que paseaba sin prisa por entre los pasillos de la tienda.
Me preguntó si quería algo. Le dije que solo estaba mirando y, con una sonrisa, volvió a sentarse delante del portátil.
No tardé mucho en salir de allí para volver al bullicio de las calles de los móviles a unas narices pegados, no sin antes observar con disimulo su rostro: era una mujer morena de pelo y de piel muy blanca, hermosa sin necesidad de afeites ni de ropas estridentes. Sus gestos y la lentitud con que se desenvolvía manifestaban un carácter pacífico, sereno.
Salí de aquel lugar, que por unos momentos había sido un oasis de calma en medio del caos urbano, sin mucho entusiasmo. Estuve tentado de haberme parado y de haber vuelto a entrar para establecer con ella simplemente aquello que antes llamábamos conversación.
Eso sucedió hace unas semanas. Hoy he vuelto a pasar a mediodía por allí. La persiana del negocio estaba echada y a través de los escaparates vi horrorizado que dentro no había absolutamente nada.
En el cristal de uno de los ventanales se podía leer una terrible sentencia de muerte: SE VENDE.
Casualmente, pocos minutos después coincidí con ella en el S, a una hora de tráfico.
Dos horas más tarde, la encontré en la plaza de Roma, delante de la estación de Saint-Lazare.
Creí ver en su rostro unas lágrimas serenas. Me acerqué. Hablamos...
Me contó que había estado vendiendo durante quince años algo cuyo nombre ya no recuerdo (tanta información de los dispositivos móviles me está secando el celebro).
Era algo así como libres.
Comentarios