Que la vida iba en
serio
uno lo empieza a comprender más tarde…
Jaime Gil de Biedma.
.
Hay un cuento terrible del escritor italiano Dino Buzzati, titulado “No esperaban nada más” (publicado en el libro Sesenta relatos, 1958), en el que una pareja, formada por Antonio y Anna, llega a una gran ciudad para pasar la noche antes de seguir su camino.
Agotados después de un largo y caluroso viaje de pie en un tren, no encuentran sitio para dormir en ningún hotel. Después de hacer cola en unos baños públicos, ella no encuentra su documentación y no pueden, por tanto, entrar en ellos para poder relajarse.
Finalmente, llegan a un parque y Anna se mete en una fuente en la que unos niños, rodeados por sus madres, juegan y se remojan.
Las madres le exigen a Anna que se vaya de la fuente, porque solo está permitida para los niños. Como no se va, empiezan a tirarle pellas de barro y ella, indignada por un golpe de un niño, lo arroja al agua.
Es la chispa que provoca el linchamiento de Anna y despúes el de Antonio. Ambos quedan abandonados, sin fuerzas apenas, en el foso de un castillo.
El lector va leyendo el cuento y espera que el escritor no llegue a ser tan cruel con sus personajes, pero ni siquiera los carabineros que aparecen por el parque hacen gran cosa por ellos. Su destino fatal estaba escrito mucho antes de que Buzzati se sentase a escribir el cuento.
♣
Mientras leía anoche ese cuento del gran escritor italiano, iba aplicándole una teoría que ayer mismo me vino un rato antes, mientras terminaba de recoger la cocina.
Es la teoría de que los escritores tenemos el síndrome del juguete roto.
Me explico: casi todos los escritores (la mayoría, diría yo) nos dedicamos a esta afición tan solitaria porque, en el fondo, queremos recomponer con palabras el juguete que la vida nos rompió en su momento, sobre todo en la infancia.
Sí. Escribir es una manera de seguir jugando, a pesar de que el juguete con el que lo hacemos hace tiempo que se nos vino abajo. La enfermedad o la muerte de un ser querido, el convencimiento de la certeza de nuestra muerte o de la de los demás, los reveses de la fortuna, los desamores y otras miserias de la existencia nos terminan haciendo ver que la vida es un gran juego que tiene unas reglas que se nos imponen a nuestro pesar y que muchas veces no nos gustan en absoluto.
Por eso, quien tiene una decidida vocación literaria quiere seguir jugando su juego (a pesar de que él sea quien mejor lo conoce, porque hablamos de su propia vida) con sus queridos amigos de siempre, aunque muchos lo hayan abandonado hace tiempo y se hayan ido a vagar por las praderas celestiales.
Los niños pequeños, cuando están a gusto jugando, pueden llegar a orinarse, ya que olvidan (o sus mentes hacen que olviden) la necesidad del pipí en beneficio de la maravillosa recompensa de la diversión.
Escribir una palabra tras otra puede resultar, a alguien ajeno al hecho literario, una diversión inútil o extraña. Para un escritor, es su manera de estar atado al mundo, o al menos a su realidad más íntima y cercana, a su juego favorito.
La escritura (y el amor) es el juego que nos queda después de la época de los juegos.
Juguetes rotos son las aventuras caballerescas para Cervantes en el Quijote. También lo son las luchas de poder y amorosas para Shakespeare en sus dramas; los caballos de juguete o Hobby-Horses de los personajes de Tristram Shandy, de Laurence Sterne; los pescaditos de oro del coronel Aureliano Buendía en Cien años de soledad, de Gabriel García Márquez; las puertas que conectan espacios de diferentes ciudades literarias en la obra de Enrique Vila-Matas, etcétera.
A partir de ahora, cuando lean un texto literario, procuren añadir un factor nuevo a la ecuación: el síndrome del juguete roto. Verán que, en muchas ocasiones, los temas, los motivos o incluso la elección de los personajes de la obra obedecen a la necesidad del escritor de seguir jugando como cuando era niño, esta vez solo con las palabras.
Verán
que, en el fondo, los escritores queremos seguir jugando aún, por
mucho tiempo, en el centro de la fuente.
Comentarios