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EL ABUELO

 

 




A la memoria viva y gozosa 

de Mariluz Pérez López, mi suegra




   Casi nadie sabe su nombre, pero todos lo llaman por el que mejor se acomoda a su esencia: simplemente El abuelo.

   Camina muy despacito, con su andador, por los pasillos de la residencia, sin prisa ninguna, parándose simplemente a contemplar, como desde una escafandra, la vida que pasa rápidamente ante sus ojos de nonagenario.

   Apenas habla ya, apenas reconoce a nadie. Solo a veces viene a verlo un sobrino lejano de sonrisa afectuosa, que intenta, sin fruto, que un sentimiento se refleje en el rostro impenetrable de su tío.

   Hace ya mucho tiempo que nadie recuerda haberlo visto emocionarse.

   Su sobrino, que es maestro, en sus visitas le lleva una tableta en la que le va proyectando imágenes de actores del cine clásico de Hollywood.

   Él ve aquellos rostros en blanco y negro y recita, como en una salmodia, sus nombres: Humphrey Bogart, Ingrid Bergman, Cary Grant, Katharine Hepburn, James Stewart, Bette Davis, Gary Cooper, Rita Hayworth, Clark Gable, Lauren Bacall…

   Los nombra igual que nombraba cuando era estudiante la lista de los reyes godos, la de los elementos de la tabla periódica o la de las preposiciones, sin inflexión en la voz, en un ritual desprovisto de sentido para él.

   Pero hoy… Hoy ha sido diferente.

   Vino el sobrino, que había dejado de aparecer por aquí un tiempo. Estuvo hablando con varias de nosotras, las limpiadoras (“He estado muy liado” -dijo). Luego, como es costumbre, entraron en una de las salas de visita y empezaron a ver fotografías de actores antiguos. El abuelo salmodiaba de nuevo sus nombres, como siempre sin cambios de tono en la voz, sin gestos de emoción.

   Al pasar una de las imágenes, el sobrino notó un temblor en la voz de su querido tío.

   -Ella…, ella… -dijo, como queriendo recuperar con mucha concentración un nombre, que se le escapaba de entre los dedos, ansiosamente agarrados al dispositivo.

   -¿Quién es, tío? ¿Quién es ella?

   -Sí, es ella. Yo la quería…

   Los dos lloraban abrazados.

   Más allá de la ventana, la tarde de noviembre, moribunda y lluviosa, se deshacía en una grisura líquida. Empezaba a llegar el invierno.

   Pero en la pantalla, con una sonrisa eterna digna solo de los dioses, los miraba, amorosamente, Marilyn Monroe.

   

 

  

 

 


 

 

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